A 128 años de la guerra de 1895, más cerca de Putin que de Martí
Fracasado el modelo totalitario, en lugar de retomar la tesis martiana de la república, el régimen de Cuba copia el modelo oligárquico de Rusia.
El 24 de febrero de 1895 se reinició la lucha por la independencia en Cuba. A pesar de los sacrificios y la sangre derramada, la guerra iniciada tres décadas antes no logró su objetivo: la república moderna.
Entre los cubanos que retomaron el inconcluso proceso descolló José Martí, su principal artífice en esta nueva etapa, y uno de los retoños de la labor educativa que tuvo su origen en el Seminario San Carlos y San Ambrosio. Esta institución fue el semillero de un puñado de hombres insignes, entre ellos Félix Varela, José de la Luz y Caballero, José Antonio Saco y Rafael María de Mendive, este último, el director de la Escuela de Varones de La Habana y mentor de Martí, a quien puso en contacto con lo más valioso de las corrientes políticas y culturales de la época.
De la obra martiana, en esta oportunidad, quiero destacar un aspecto crucial —para su época y para hoy—, a 128 años de aquel 24 de febrero su concepción de una república democrática. En el inicio de las luchas sociales en Cuba, sus protagonistas, en general, enarbolaron las banderas de la igualdad y la libertad desde, por y para el grupo o la clase social a la que pertenecían, sin tener en cuenta otros grupos, clases o sectores.
Si las naciones emergen de complejos procesos de acercamiento —mediante los cuales comunidades de diferentes orígenes adquieren conciencia de pertenencia e identidad común–, era lógico que la reproducción de la igualdad entre los de arriba y las desigualdades de estos con los de abajo, condujera a una historia preñada de violencia que no arrojó los resultados previstos.
Un ejemplo de ese obstáculo en la conformación nacional lo escenificó una figura tan destacada como José Antonio Saco, quien imbuido en las ideas de la modernidad, elevó el limitado concepto territorial de las primeras villas cubanas, hasta el de patria-nación. Sin embargo, en su percepción los oriundos de África, que constituían aproximadamente la mitad de la población, no calificaban como nacionales.
La exclusión de aquellos se extendía a campesinos blancos, artesanos y a colonos chinos. Tal diferenciación social recibió un fuerte golpe con la guerra iniciada en 1868. Los que lucharon por la independencia, desde los negros esclavos con su agenda abolicionista, hasta los hacendados blancos con su agenda independentista, todos coincidían en un propósito común: libertad, derechos e igualdad de participación, pero la guerra resultó insuficiente para forjar la nación sin exclusiones.
José Martí, dotado de una sólida formación humanista y sólidos conocimientos sobre la política y los partidos —adquiridos durante su estancia en España y América—, en 1880 analizó las causas del fracaso de la Guerra de los Diez Años, de las cuales dedujo un sistema de principios entre los que aquilató el valor del tiempo en la política, el papel de esta y su carácter democrático y participativo, junto a la necesidad de aglutinar todos los factores como fundamento de la unidad. Con ellos amalgamó su teoría de la revolución: el concepto de guerra necesaria y el papel del partido como institución organizadora.
Desde ese fundamento, teniendo en cuenta el papel nocivo de las exclusiones, Martí proyectó la fundación de la república moderna, entendida en su acepción original (res-pública: la cosa pública) del pueblo capaz de autogobernarse a través de cuerpos representativos electos por ese mismo pueblo. "La república —expresaba el editorial de la revista Vitral, núm. 49, 2002, a tono con aquel concepto— es más que el Gobierno y que el Estado, más que las propias leyes y que sus relaciones con otros estados. Es el pueblo cuando siente que él es el que decide la verdad y no un pueblo que siempre está esperando por las decisiones de otro".
En el ideario martiano esa república era la estación de destino; a diferencia de la guerra, como medio indeseado pero necesario y la fundación de un partido como institución organizadora, controladora y creadora de una conciencia encaminada a sustituir la espontaneidad y la inmediatez. Ambos, guerra y partido, concebidos como eslabones mediadores para arribar a ella, no como fin en sí mismos.
A diferencia de la guerra como medio indeseado pero necesario, y el partido como institución organizadora, controladora y creadora de una conciencia encaminada a sustituir la espontaneidad y la inmediatez, en el ideario martiano la república es la estación de destino. Concebidos como eslabones mediadores para arribar a ella, la guerra y el partido no constituyen un fin en sí mismos.
En las resoluciones de noviembre de 1891, consideradas como el prólogo a las Bases del Partido Revolucionario Cubano (PRC), Martí planteó que la organización revolucionaria no ha de trabajar por el predominio, actual o venidero, de clase alguna, sino por la agrupación —conforme métodos democráticos—, de todas las fuerzas vivas de la patria, por la hermandad y acción común de los cubanos residentes en el extranjero, y por la creación de una república justa y abierta (…) para el bien de todos.
El concepto de patria, que Saco elevó de la villa a la patria-nación excluyente, Martí lo amplió a "comunidad de intereses, unidad de tradiciones, unidad de fines, fusión dulcísima y consoladora de amores y esperanzas"; mientras que la república la concibió como el estado de igualdad de derecho de todo el que hubiera nacido en Cuba, el espacio de libertad para la expresión del pensamiento de muchos pequeños propietarios, de justicia social ganada por el amor y el perdón mutuo de una y otra raza, edificada sin mano ajena ni tiranía, para que cada cubano fuera hombre político enteramente libre. Definiciones que remató con un sublime ideal devenido puro formalismo en la Constitución vigente: "yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre".
En 1892 expresó: "Y no es el caso preguntarse si la guerra es apetecible o no, puesto que ninguna alma piadosa la puede apetecer, sino ordenarla de modo que con ella venga la paz republicana, y después de ella no sean justificables ni necesarios los trastornos a que han tenido que acudir (…)".
De la Asamblea Constituyente de Jimaguayú (1895) —como expresara en una oportunidad Emilio Roig de Leuchsenring—, salió en plena guerra una república civil democrática y fueron repudiados todo gobierno militar y toda dictadura. De forma similar, en la Asamblea Constituyente de La Yaya (1897) se impuso la tendencia democrática y civilista. En la Constitución de 1901 se refrendaron las libertades fundamentales, y en 1940 se aprobó una de las constituciones más avanzadas en el mundo para su época. Pasados más de un siglo, sin embargo, la república con todos y para el bien de todos continúa pendiente de realización.
La revolución de 1959, en lugar de fortalecer la formación cívica para la participación ciudadana, desmanteló la institucionalidad existente, disolvió la sociedad civil, estatizó la economía e impuso un solo partido político, lo que generó un retroceso desde la economía hasta la espiritualidad, refrendando constitucionalmente ese resultado como irrevocable.
Fracasado el modelo totalitario, excluyente por naturaleza, ante la ineludible necesidad de cambiar, en lugar de retomar la tesis martiana "con todos y para el bien de todos", se ha conocido recientemente el intento de copiar el modelo oligárquico de Rusia, ajeno en lo absoluto a nuestras necesidades e idiosincrasia. Así arribamos los cubanos este año a la gloriosa fecha del 24 de febrero.